martes, 16 de agosto de 2016

La coleccionista de puertas

Claudia colecciona puertas. Es la coleccionista de puertas más hermosa que existe. Es la única que conozco, pero sé que, si existen más, de entre todas, ella es la más hermosa. Aunque en realidad no sé si hayan muchas. No es que uno salga a la calle un jueves a las cinco, por escribir un día y una hora cualesquiera, y se encuentre a la vuelta de la esquina con una muchacha de ojos grandes y oscuros, de cabellos cortos y sueltos al viento, con la blusa verde o azul o blanca, y un sobretodo rojo, y que sea coleccionista de puertas. Por el contrario, ubicarla me ha tomado muchos años de búsqueda. Y no la quiero espantar. Se me ha pasado por la cabeza hacerme carpintero.

Yo me siento a conversarle sobre números y casualidades y ella me mira como si mirara una puerta cerrada a la que quiere abrir. Cuando le toca el turno de hablarme, me pongo a pensar en que yo antes de conocerla creía que no se podía coleccionar más que monedas, boletos, memorias, tardes en la playa. Grande fue mi sorpresa cuando, un día, así de esos en los que no se espera que pase nada que no pase en cualquier otro, ella se acercó y se planto delante de mí.

—¿Me regalas tu puerta?— La miré entre divertido y preocupado. Qué loca más linda, pensé. Decidí seguirle la corriente:
—Y... ¿sueles pedirle la puerta a cualquiera que se te cruce en el camino?— Ella sonrió con los ojos.
—No, la verdad es que nunca le había pedido la puerta a nadie, pero es que puede que la tuya no la vuelva a ver jamás—. Me preocupé más aún.
—Ah, y, ¿qué de especial tiene mi puerta?—. Cada vez entendía menos.
—Que el seguro está echado.

Ese día, Claudia me contó sobre su curiosa forma de hacerse con las puertas. Verás, que de pronto voy caminando por una calle por la que nunca pasé antes y que veo una puerta: alta, cuadrada, vieja, tiene un cerrojo por fuera que no tiene candado. La veo y la quiero para mí, así que le tomo una foto mental. Le interrogué sobre por qué no optaba mejor por tomarle una foto con una cámara y así podría hacer una suerte de álbum. Para qué, me respondió. Yo no colecciono fotos, yo colecciono puertas. La miré sin entender. Ya, pero, o sea, ¿tú qué haces?, ¿la tocas (de 'llamar' a y no de 'sentir') y cuando sale la dueña, una mujer gorda y amable, le dices que te quieres llevar su puerta y si te dice que sí, que está bien, entonces, le sacas los tornillos a las bisagras y te llevas las hojas y la sumas a las otras puertas que tienes en casa? Me devolvió la mirada con divertida paciencia, cerró los ojos y negó, que no, que así no funcionaba. ¿Entonces?, pregunté. Lo que hago es tomarle una foto mental, es decir me llevo el alma de la puerta conmigo, no toda claro, porque sino dejaría de ser puerta y ya no podría cumplir su propósito. Sonrió y yo no pude hacer nada más que quererla y desear abrazarla y decirle que era feliz de que llevara ese sobretodo rojo y de que tuviera los ojos oscuros y grandes y de que coleccionara puertas. Tenía un millón de preguntas en la cabeza, como que a qué se refería cuando me dijo que quería que le regalara mi puerta, para empezar, digo, pero solo le correspondí la sonrisa. Adentro comenzó a sonar un traqueteo extraño, los déjà vu se activaron recordando una infancia de inhaladores y muchas inyecciones, pero no tenía miedo. Tratando de vencer el silencio, hice una mueca de lado con la boca, alcé las cejas y dije lo primero que se me ocurrió:

—Sabes, yo colecciono ventanas.

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