miércoles, 9 de enero de 2013

Silvia y mis otras obsesiones (confesiones de un hombre triste)


Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. Mi nombre es Alejandro. Tengo 27 años. Soy escritor. De entre las muchas cosas que odio, es la velocidad la que más odio. Odio el verano, también. Tengo una relación de amor-odio con el invierno. Me gusta la lluvia. Leo novelas febrilmente. Adquiero libros con frenesí. Escribo con insania. Compro solo un diario desde siempre. Me gustan los crucigramas. Pierdo lápices con mucha facilidad. Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo.

Silvia entró en mi vida no hace mucho. Desde entonces, Silvia se convirtió en la quimera que perseguiré toda la vida. Desde entonces, amo a Silvia. Silvia se duerme temprano: la noche no le conoce los ojos de estrellas; solo mi mundo ha sido dichoso testigo de sus ojos acuosos. Mi nombre es Alejandro: no encuentro otro nombre que me guste, por eso me quedo con este que tampoco me gusta. El de ella, en cambio, es nombre divino. Aunque a fin de cuentas, al igual que el de ella, el mío no es más que una invención que únicamente el papel eterniza. Soy escritor, al menos eso quiero pensar, al menos mis atribulados escritos me obligan a creer eso. Si no escribiera, no sabría más qué hacer. A mis 27 años solo me siento orgulloso de haber dejado este mundo y largarme al mío. Mi mundo no difiere del suyo: libros, conversaciones inteligentes, conversaciones triviales, sonrisas cómplices… Odio la velocidad: es una manera resumida de decir que odio la distancia y el tiempo; a diario pierdo el segundo mientras recorro al primero. La distancia que tanto odio me aleja de ella. El tiempo que tanto odio agrega días y más días a mis patéticos estados de ánimo porque no la veo. El verano llega con sus horas solitarias colmadas de hastío y ella no está. Amo-odio al invierno porque en los días fríos se me llena la cabeza de las cosas más tristes: mi infancia enfermiza, el difícil amor de mi madre, el adiós de mi padre, el adiós de Silvia; y de las más dichosas: leerme en sus ojos, discutir con su sonrisa burlona y sincera, amarnos a través del silencio… Me pongo a llorar cuando llueve y nadie lo nota. Las lágrimas obsesas con el suicido cumplen su cometido al estrellarse contra el suelo, y en el charco que forman veo sus ojos acuosos (jamás me cansaré de usar esta palabra). Leo con adicción para tratar de descubrir, en algún rincón de alguna novela, su nombre. Compro solo un diario desde siempre solo para llenar los crucigramas, esos que nunca envío. Los completo con las letras de su nombre. Los lápices son mis herramientas, pero los pierdo. Son tantos los que han quedado en el olvido, como yo. Los busco por un tiempo; luego los dejo seguir sus caminos lejos de mí, es lo mejor. A ese punto ha llegado mi locura.

Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. Si dejo de escribirle, moriré. Si dejo de escribir, Silvia no se enterará que la amo. Escribo con insania para evitar caer en la locura que significaría pensar racionalmente. Le escribo a Silvia porque, sino le escribiera, sería el corazón quien termine por hacerlo. Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. O tal vez me ama, al menos eso quisiera creer.